Coger las patatas del saco. Coger un plato y llenar con agua una fuente pequeña o un cacharro de plástico. Raspar las patatas para quitarle la tierra en el caso de que tuvieran. Ir echando la piel en el plato para no ensuciar nada y los trozos ya pelados y cortados en el cacharro con agua. Dejarlas en remojo. Enchufar la freidora. Esperar a que el aceite esté caliente. Antes de echarlas a freír es conveniente pasarlas otro poquito bajo el grifo. Cuando estén ya fritas sacarlas del aceite. No olvidarse de la sal.
Todo este procedimiento no puede ser más sencillo. Puede que sea junto con el arte de freír un huevo la receta más simple que se puede hacer entre cuatro fogones. Sin embargo, existe algo que marca la diferencia en todo el proceso que se escapa a cualquier explicación o apunte: por qué unas manos son capaces de hacer que las patatas salgan crujientes, livianas, casi como si estuvieran huecas, que al comerlas prácticamente se deshagan en la boca y que hagan las delicias de mayores y sobre todo de los más pequeños, y por qué el otro par de manos siempre hace las patatas más pochas, sosas, alejadas desde luego de ese sabor irresistible que hace que no quede ninguna patata en la fuente. Por mucho que se mire, por mucho que se esfuerce o se tome en consideración cualquier detalle a modificar que hace sonreír a las manos más experimentadas, resulta imposible si quiera igualar el resultado. El enigmático misterio de las patatas fritas sigue sin tener explicación y se resiste a cualquier análisis objetivo. Da igual que se extienda en el plato un papel absorbente para que suelten el agua antes de echarlas en la freidora. Da igual que se le eche la sal antes o después. Todo resulta infructuoso. Salen como salen.
- Ya está, y no tiene más. - Es la sentencia tras las mismas preguntas sin respuesta. Es la voz experimentada echando las papas en la freidora con una medio sonrisa ante la mirada enigmática del que pretende emularla sin conseguirlo. Sólo queda esperar una vez más. El frustrado se queda un buen rato observando cómo bulle el aceite. Al instante también asoma una sonrisa en su cara. Todo esto le resulta absurdo. No tiene sentido. Tiene la intuición de que a veces todo se trata de afinidades, energías y cosas de ese tipo. Que esas manos experimentadas llevan friendo papas con la misma pausa de siempre a los mismos de siempre: los que la esperan a ella en la mesa con una sonrisa. Que tras toda la vida cocinando es como si entendiera los alimentos y lo que hace falta para cocinarlos, sin más. Que sencillamente lo que él busca no se encuentra en ningún recetario ni consejo, sino en las cosas de la vida.
Efectivamente. Al sacar las papas tienen el mismo aspecto de siempre. Al frustrado se le pasó por la cabeza agarrar el escurridor de la freidora y sacarlas él mismo, pero no se atrevió. Por un instante tuvo la ocurrencia absurda de pensar que si lo hacía, si se atrevía a tocar si quiera el escurridor, las papas saldrían pochas y sosas, como siempre le salían a él. Así que prefirió no hacerlo y esperó con cierta expectación antes de ver el dorado tan saludable y apetecible que presentaban las patatas, una vez más, desde siempre. En la mesa esperaban los mismo de siempre, desde siempre, con una sonrisa.
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