lunes, 7 de marzo de 2016

La violinista

A pesar de su empeño por hacerlo bien y de su gesto reconcentrado, por entre las cuerdas de su violín se colaba de vez en cuando alguna nota desafinada. Con la partitura colocada encima de una papelera y la funda del violín en el suelo, ocupaba una esquina discreta de la calle principal. Por ser Domingo por la tarde la mayoría de comercios se encontraban cerrados, y los viandantes se dedicaban a pasear tranquilamente, sin prisas, paladeando el día festivo entre veladores y miradas a los escaparates. Tal vez fuera el ritmo pausado del día lo que hizo que la mujer violinista no pasara inadvertida a los ojos de algunos transeúntes. Acostumbrados a los jóvenes perfeccionistas que congregaban a su alrededor a una variada multitud de curiosos y turistas, algunos con sus móviles inmortalizando el momento, aquella mujer representaba la improvisación absoluta y la falta de destreza a una edad intermedia. A sus cerca de cuarenta años ocupaba una esquina discreta y en su funda había sólo algunas monedas. Se trataba de un tímido paso, de su primer pasito experimental para calibrarse a sí misma y a su música delante de todo aquel que pasara delante de ella.
Un día, de buenas a primeras, comenzó a estudiar música por su cuenta con la ayuda de algunos tutoriales que había encontrado por internet. Estudiaba a toda prisa y a marchas forzadas, como si tuviera la extraña sensación de llegar tarde a algún tipo de encuentro. Para los de su entorno más cercano que creían conocerla se trataba de otra novedad más que dejaría con el paso del tiempo. Lo cierto era que a lo largo de su vida lo había intentando en varias ocasiones de manera furtiva, pero ya fuera por necesidades reales o por diversos fantasmas que habían conseguido alojarse en su cabeza tuvo que desistir en su propósito. Cuando los de su entorno se referían a otra novedad hacían referencia a otros asuntos alejados de la música. Su verdadera pasión e inquietud había conseguido salvaguardarla durante todos esos años de los aguijones de los imbéciles y mezquinos que orbitaban a su alrededor. Y ahora, todo aquello estaba saliendo con la impetuosidad de algo que habia estado encerrado entre cuatro claustrofóbicas paredes, que ha permanecido cautivo, y de repente ha ganado su libertad. Cuenta que estaba extremadamente nerviosa. Que era la primera vez que hacía algo parecido. Que jamás había tenido contacto alguno de cara al público, ni pedido en la calle ni ninguna de estas historias. Que ya tenía pensado de antemano el lugar y el mejor día para hacerlo. Y que sintió mucho miedo instantes antes de ponerse a tocar, que las manos le llegaron a temblar. Decía que tenía que esforzarse al máximo para mantener esa concentración que le permitía tocar con esa técnica tan deficiente, pero que de momento era la que tenía, que era la suya. Y sobre todo decía que era una persona totalmente nueva, renovada, que había ganado en confianza y autoestima desde que tuvo el valor de dejarse llevar por su auténtica pasión. Que se veía tocando en la calle y no se reconocía. Y que las nimiedades que antes la agobiaban dejaron hasta de existir.
Un alemán de pelo canoso y cara rojiza, de entre sesenta y setenta años que hablaba respetablemente el español, se acercó a la violinista acompañado por su mujer. Tras echarle algunas monedas y entablar una breve conversación, con gesto amable y ante la sonrisa cómplice y algo distante de su mujer, tuvo a bien darle algunos consejos. Agarró el instrumento musical, se lo puso en el hombro y comenzó a tocar, alternando con algunas indicaciones que la violinista recibía de muy buen grado y muy sorprendida. La lección musical improvisada duró varios minutos más en la calle semidesértica, tiempo más que suficiente para que la mujer pusiera en práctica aquellos breves consejos ante el gesto risueño de su improvisado profesor, que acompañaba el tono musical con un balanceo de mano y un gesto de cara muy simpáticos. Finalmente, se despidieron los tres muy amistosamente y el jubilado alemán le dio a la chica una tarjetita mientras le indicaba - esta vez sí con gesto bastante más serio - insistentemente con el dedo algo que se podía leer en ella y que era de gran importancia.


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